Zuloaga en el París de la Belle Époque, 1889-1914

La exposición Zuloaga en el París de la Belle Époque, 1889-1914, que podrá visitarse en la sala Recoletos de Fundación MAPFRE en Madrid del 28 de septiembre al 7 de enero de 2018, pretende ofrecer una nueva visión de la obra del pintor vasco Ignacio Zuloaga. Esta, que en gran parte se desarrolla en el París de cambio de siglo, se muestra en perfecta sintonía con el mundo moderno en el que se inscribe, tanto temática como formalmente. Y es que la pintura de este artista, a medio camino entre la cultura francesa y la española, excede con mucho los límites que la historiografía tradicional del arte ha establecido: una obra convencionalmente ligada a la generación del 98 y por lo tanto a la conocida «España negra».

TEXTO: PABLO JIMÉNEZ BURILLO Y LEYRE BOZAL CHAMORRO

 

Críticos como Charles Morice o Arsène Alexandre, poetas como Rainer Maria Rilke, artistas como Émile Bernard o Auguste Rodin fueron algunos de los que en el fin de siglo consideraron la obra del pintor vasco como un referente más en el debate artístico que conducía a la modernidad. Siguiendo esta línea, más desconocida en España, la exposición que presentamos pretende mostrar cómo la producción artística de Ignacio Zuloaga combina un profundo sentido de la tradición con una visión plenamente moderna, especialmente ligada al París de la Belle Époque y al movimiento simbolista con el que se relaciona. Fue a la luz de este París brillante y dinámico, el anterior a la contienda, centro del gusto artístico y literario, donde Zuloaga brilló con una luz propia y reconocible, en un camino paralelo y comparable a la de muchos de los mejores artistas del momento: el «elegante» James Abbot Whistler, el «dandy» Boldini, o los representantes de la pintura de la Belle Époque por antonomasia, Sargent, Jacques- Émile Blanche o Antonio de la Gandara, entre otros. Unos años que tendrán un punto y final en 1914, no tanto por la trayectoria del propio Zuloaga, que una vez encontrada su propia voz y su lugar en el escenario internacional seguirá trabajando dentro de unos mismos planteamientos, sino porque el París y la Europa, de antes y de después de la Gran Guerra serán completamente distintos. Estamos en presencia de una etapa clave del mundo moderno, en la que se establece una frontera que dará lugar a la consolidación de un nuevo escenario: el de la contemporaneidad.

Ignacio Zuloaga, sus primeros años

La obra de Ignacio Zuloaga se desarrolla entre dos culturas, la española y la francesa, pues a París llega por primera vez a finales de 1889 donde vivirá, intermitentemente, durante más de 25 años. A su llegada a la capital el pintor se encuentra, entre otros, con Santiago Rusiñol, Isidre Nonell, Hermenegildo Anglada Camarasa, Joaquín Sunyer o un joven Pablo Picasso. Asiste, junto a Jacques-Émile Blanche a las lecciones que imparte Henri Gervex, admirador de Édouard Manet, en la Academie Verniquet. Es probable que sea también allí donde entra en contacto con Degas, al que admira profundamente y del que dice: «Siento por este hombre la admiración más profunda. Es el más grande artista de nuestra época». En 1892 viaja a Andalucía, donde volverá en 1895 para una estancia más prolongada. Encuentra, en Alcalá de Guadaira y Sevilla, una realidad muy diferente a la parisina, una sociedad, costumbres y valores que los viajeros románticos consideraban exóticos y que los escritores y pintores españoles describieron en sus narraciones y «cuadros». Zuloaga no es ajeno a esta tradición, y la representa en obras tan polémicas como Víspera de la corrida, rechazada por el comité español para participar en la Exposición Universal de París de 1900, en la que Sorolla, por el contrario, cosecha grandes éxitos.

Estamos en presencia de una etapa clave del mundo moderno, en la que se establece una frontera que dará lugar a la consolidación de un nuevo escenario: el de la contemporaneidad.

Pablo Picasso. La Célestine (La femme à la taie) [La Celestina (La tuerta)], 1904 Musée national Picasso Paris. Donación de Fredrik Roos, 1989.  Foto : © RMN-Grand Palais (musée national Picasso – Paris) / Mathieu Rabeau © Sucesión Pablo Picasso. VEGAP, Madrid, 2017

El París de Zuloaga

Entre 1892 y 1893 el pintor vasco asiste a la Academie de la Palette donde, además de Gervex, también corrigen Eugène Carrière —uno de sus futuros testigos de boda— y Puvis de Chavannes. Entra en contacto con Louis Anquetin, Henri Toulouse-Lautrec, Jacques-Émile Blanche, Maxime Dethomas, su futuro cuñado, Maurice Barrés y conoce a Paul Gauguin, el artista más reconocido del grupo de Pont-Aven, en la Bretaña francesa. Por mediación de Paco Durrio expone dos pinturas en Le Barc de Boutteville en 1891 junto a los simbolistas y nabís: Maurice Denis, Edouard Vuillard, Paul Sérusier, Pierre Bonnard, Toulouse-Lautrec y Émile Bernard. El artista vasco participa en las siguientes ediciones de esta muestra, en los años 1892, 1893 y 1894, respectivamente, también en la dedicada al retrato Les portraits du prochain siècle, que tiene lugar en la misma galeria de la rue Le Peletier en 1893. A partir de entonces, el artista aplicará en su pintura algunos de los principios que animan a estos pintores, tratando de unir forma y contenido a la par que dotando a la obra de un fuerte contenido espiritual. En la exposición encontramos ejemplos de estas confluencias y relaciones de amistad en obras como Autorretrato de Gauguin, dedicado a Carrière, SousBois (Le Huelgoat) de Serusier o en la Vue de la terrasse de Saint-Germain-en-Laye, por citar solo algunos ejemplos.

Zuloaga y sus grandes amigos: Émile Bernard y Auguste Rodin

En 1897 Ignacio Zuloaga se encuentra por primera vez con Émile Bernard en Sevilla. A partir de este momento inician una gran amistad que se afianza a través de la visión que ambos comparten del arte y su común admiración por los «antiguos maestros»: El Greco, Zurbarán, Goya, Tintoretto o Tiziano entre otros. Este mismo año Zuloaga realiza un retrato de Bernard en clara sintonía con el estilo del francés —Retrato de Émile Bernard—, e incluso ejerce de padrino de uno de sus hijos, Fortunato. Por su parte el pintor francés realiza Mendiants espagnols en la que el colorido y la sobriedad de las figuras recuerdan de forma evidente a Zuloaga y Danse de gitans que dedica y regala al pintor vasco.

Junto a Bernard, Auguste Rodin se convierte con los años en otro de los grandes amigos del pintor vasco. El escultor y Zuloaga expusieron de forma conjunta en varias exposiciones: Dusseldorf en 1904, Barcelona en 1907, Frankfurt en 1908 y Roma en 1911. Viajaron juntos a España e intercambiaron obra en más de una ocasión. Zuloaga recibió obras como Iris, L’Avarice et la Luxure o el busto de Mahler que conservó en su colección particular. A su vez, Zuloaga obsequió a Rodin con El alcalde de Torquemada. Además de su gran admiración mutua ambos mantuvieron su obra al margen del tiempo y tuvieron en cuenta la tradición, rechazando copiar de la naturaleza tal y como esta se presenta, buscando, por el contrario, el carácter de sus motivos.

Ignacio Zuloaga, forma parte, de manera natural, de la élite intelectual de la capital y  tiene un papel destacado en este ambiente que se conoce como el París de la Belle Époque

Ignacio Zuloaga Retrato de la condesa Mathieu de Noailles, 1913 Museo de Bellas Artes de Bilbao Foto: © Bilboko Arte Ederren Museoa-Museo de Bellas Artes de Bilbao © Ignacio Zuloaga, VEGAP, Madrid, 2017

El retrato moderno

El siglo XIX fue el del retrato. En capitales como París o Londres el género conoció un gran desarrollo ya que se convirtió en un modo de afirmación social. La nueva clase en alza, la burguesía, transformó el género y la relación con el artista: además de funcionar como un instrumento de promoción social será también un medio de inversión. El artista, consciente de esta transformación, se convierte también en «empresario», pues a través de estas pinturas obtiene una importante rentabilidad económica. Giovanni Boldini, Antonio de La Gandara, John Singer Sargent o Jacques-Émile Blanche son algunos de los representantes de esta nueva generación de artistas, que dedican gran parte de su producción a la realización de retratos de destacados personajes de la sociedad.

Junto a ellos también se encuentra Ignacio Zuloaga, que forma parte, de manera natural, de la élite intelectual de la capital y que tiene un papel destacado en este ambiente que se conoce como el París de la Belle Époque. Y es que la nueva clientela adinerada busca a los más célebres pintores para ser inmortalizados tal y como vemos en el famoso Retrato de la condesa Mathieu de Noailles.

La mirada a España

Con tan solo veinte años, Ignacio Zuloaga invirtió cincuenta francos en la compra de una pintura atribuida a El Greco. A partir de este momento comenzó a reunir una colección de obras dedicando especial atención a los pintores españoles que más admiraba: El Greco, Zurbarán, Velázquez o Goya. Hacia 1908 el núcleo de la misma estaba plenamente configurado; en ella se contaban hasta 12 obras atribuidas a El Greco, entre las que destacan La Anunciación y San Francisco, así como Visión del Apocalipsis, comprada en Córdoba en 1905 y hoy perteneciente al Metropolitan Museum of Art.

Testimonio de su admiración por Goya son, entre otros, los tres cuadritos que representan escenas de los Desastres que adquiere en la subasta de la Colección Shchukin, por otra parte amigo suyo y de los que en la muestra presentamos dos. Zurbarán y Velázquez fueron otros de sus grandes maestros. A propósito del primero, en una de sus cartas a Émile Bernard, Zuloaga le dice: «Qué enérgico es Zurbarán, ¿verdad? ¡Qué espléndido pintor! Me parece más recio que Velázquez, más ingenuo, más español».

Vuelta a las raíces

Muchas de las obras que Zuloaga pinta de esa España Negra por la que es tan conocido, cabe entenderlas en el contexto del París cosmopolita en el que vive y desarrolla su trayectoria artística. Una ciudad en la que el grupo de los simbolistas cobra cada vez más mayor protagonismo y donde el afán de autenticidad hace que muchos artistas escapen de la capital en búsqueda de un mundo puro, no contaminado. El ejemplo más claro es el de Gauguin, pero también viajaron otros como Bernard o Cottet, además del pintor vasco, que parece realizar un viaje de ida y vuelta: desde Francia vuelve a España para encontrar sus raíces, las raíces españolas, el Zuloaga más auténtico.

En esta vuelta, el pintor se encuentra con algunos de sus compañeros de viaje, con los que comparte iconografía: bailarinas, celestinas o enanos ocupan también la mirada de Picasso o de Anglada Camarasa. El Retrato de Maurice Barrés, con el que se cierra la exposición resulta un excelente ejemplo de este viaje, pues une los dos aspectos fundamentales de su producción artística: la francesa y la española, a la vez que rinde homenaje a la figura de El Greco, uno de los artistas más admirados en este momento. No solo a nivel estilístico, también porque ejemplifica con su obra, al igual que Zuloaga, la modernidad unida a un profundo sentido de la tradición.

 

 

Créditos de las imágenes de la galería