TEXTO: FRANCISCO JAVIER SANCHO MAS IMÁGENES: LEAFHOPPER
Lo primero es la luz. La de esta mañana de jueves, mientras esperamos dentro (como si estuviéramos fuera, sensación de paredes de cristal) a que nos reciba Carlos de Miguel, secretario de la Fundación NIDO. Y de pronto, nos llega la música. Es solo una prueba de sonido en una sala del fondo. Y al rato, vemos por el ancho pasillo gente con gorros de fiesta de cumpleaños. Héctor y Elena cumplen 20 y 42 añazos respectivamente.
Esa es la noticia. La enorme noticia que se produce gracias a sonrisas y abrazos, a montar una fundación con cinco madres y padres (como quien dice, literalmente), a cuidar de niños pequeños y grandes a diario. A no desfallecer.
Y toda energía, tarde o temprano, termina adquiriendo una forma. Esta energía, que se llama Fundación NIDO y Asociación El Despertar, se ha tomado las antiguas dependencias de un colegio en Aluche, Madrid, que en su tiempo fue hospital, y que hoy se llama El Despertar. Aquí atienden a 60 personas con parálisis cerebral y discapacidades múltiples severas, de entre 3 y 52 años (Lucía se llama la más veterana). Además de centro de día y de colegio, El Despertar es la única residencia permanente en Madrid para 16 personas con parálisis cerebral profunda. Y parte de la noticia es que una de ellas, Elena, hoy cumpla 42 años. Y por dondequiera que te muevas dentro del complejo, la energía que desprenden fisios, monitores, padres, niños, cuidadores, tiene el cuidado de transparentarse en luz, por los enormes ventanales que hacen de pared sin serlo. O tiene la delicadeza de acolcharse en lonas o cojines especiales para la suave piel de los residentes, muy propensos a sufrir escaras por la falta de movilidad.
«¡Wow, hoy es mi fiesta y la de Elena!», dice Héctor (de los dos, el que puede hablar nuestro idioma de palabras) mientras se lo llevan a celebrar el cumpleaños.
Héctor asiste al centro de día. Pero Elena es además una de las 16 que conviven día y noche en el área de la residencia. Las fiestas aquí son habituales, cuenta Carlos de Miguel, secretario de la Fundación, quien hace hoy de cicerone por los diferentes espacios del centro. «Se celebran conjuntamente cuando coinciden los que han cumplido años en fechas cercanas. Si tuvieran que celebrarse uno a uno, esto sería una fiesta constante». Y la verdad es que lo parece.
Elena es la hija de Carlos. Él tiene 76 años. Ahora está jubilado. Trabajó como abogado administrativo «en las expropiaciones de media España», bromea, defendiendo muchos propietarios que se veían afectados por grandes obras públicas y privadas. Marta (su esposa), y él decidieron traer a Elena a la residencia hace tres años, por el esfuerzo físico y la atención continuada que necesita. Carlos tiene voz y plante de caballero castellano. Y cuando se refiere a Elena, le llama «Mi niña». Aunque tenga 42 años, sí. «Mírala, es una niña, como casi todos ellos», dice.
Establecer conexión con muchas de estas personas recuerda los inaccesibles límites del lenguaje. Las palabras aquí sólo ocupan una parte de la historia. Y se nos abre un mundo de gestos infinito. Sólo imagina que la única forma de comunicarte con uno de tus seres más queridos, con tu hijo por ejemplo, o con tu hermana, es la sonrisa, la mirada, las caricias. La única forma de descifrar, de recibir respuesta, de saber que estamos aquí juntos, cada uno en una parte de la vida.
La conexión mágica
Elena sufrió un derrame cerebral a los 10 años, mientras nadaba en una piscina. Desde entonces su cerebro se desconectó del cuerpo. No puede moverse ni hablar, y come a través de sonda. «Después de dos años y medio hospitalizada, decidimos llevarla a casa y hacerle una habitación medicalizada. Algún sanitario nos dijo que no íbamos a tardar ni un mes en regresar con ella al hospital. Pero al cabo de un mes, comenzó a sonreír e interactuar como nunca. Hay cada vez más evidencias de que el afecto es tan importante y complementario como el tratamiento médico. Se consiguen verdaderos avances en la calidad de vida que puedan alcanzar las personas como mi hija».
Con ella no puede dialogar. Y en lugar del lenguaje, se establece lo que Carlos llama «conexión mágica», a través de los ojos y la sonrisa. Pero cómo elegir las palabras para hablar de ella. «Antes solían utilizarse adjetivos o participios: “paralíticos”, “discapacitados”, o uno más fuerte: “inválidos”. Cuando me preguntan por Elena, yo digo que es mi niña. Y si preguntan algo más, puedo explicar que es casi la más querida. Sus otros hermanos, que son tres, lo entienden y lo aceptan. Y puedo decir que sufre parálisis cerebral profunda, porque se quedó sin células vivas en el tronco cerebral».
El cuidado de las personas con discapacidades múltiples severas hace que las que en otro tiempo morían prematuramente, vivan hoy más y mejores años. Por ello, la gran noticia hoy, de los números más allá de los costes, son los 42 años que cumple Elena, la niña de Carlos. Él no sabe si ella se acuerda de quién es él cuando la mira. Pero sabe que sonríe, que le agrada su voz, que le brilla la piel. Y que está con vida.