Puedes ser víctima, como María, de la violencia (de género), y de la pobreza (después de dos desahucios). Y también puedes salir, como María, de ese círculo vicioso. Ella lo hizo a través de una historia de amor sin fronteras y gracias a la ayuda clave de la asociación Altamar. Esta nueva entrega de Superhéroes de Barrio nos adentra en el malagueño barrio del Perchel y la Trinidad.
TEXTO: FRANCISCO JAVIER SANCHO MAS IMÁGENES: LEAFHOPPER
Podríamos resumirlo todo: decir por ejemplo que «visitamos un proyecto de apoyo escolar para la integración social de personas de un barrio en riesgo de exclusión, en el centro de Málaga». Pero en el fondo, las historias, como el amor, se cocinan de ilusiones mínimas y lentas que un día toman la forma de un rostro. Resumirlas sería tan injusto como perderse la historia de María (38 años). Sus ganas de salir adelante no tienen fronteras. El paso por el proyecto de Altamar ha supuesto un avance tremendo para sus cuatro hijos (de 16, 14, 7 y 5 años) y para ella misma. El apoyo escolar personalizado a los niños y el acompañamiento de la directora de Altamar a ella le ha ayudado a superarse y hasta a vencer las secuelas de la violencia que le impuso una relación anterior.
La frontera difusa de la calle Mármoles divide La Trinidad y El Perchel, barrios que en realidad la gente identifica como uno solo con la misma historia. Estamos en uno de esos lugares pequeños que equivalen a un mundo. María nació en una de esas calles míticas que aún se conservan como resistiéndose al empuje de los planes urbanísticos que han desdibujado el barrio entre viviendas sociales, pisos más altos y grandes centros comerciales, uniéndolo al centro de Málaga con pequeños puentes sobre el cauce del Guadalmedina.
María va hablando de una vida que ni las circunstancias ni el barrio le han puesto nunca fácil. Ha sufrido dos desahucios y necesita las ayudas al alquiler para poder llegar a fin de mes. Pero también ha tenido la ayuda clave de Altamar. En 2005 un grupo de mujeres puso en marcha esta asociación que ha ofrecido apoyo y educación integral a casi 100 niños hasta ahora, además de asistir las necesidades de sus familias en riesgo de exclusión. Los hijos de María y ella misma son unos de los beneficiarios del proyecto. Quedó dicho en la luna que los pasos pequeños pueden ser muy grandes.
Este proyecto es muy importante para que muchos niños salgan mentalmente de las fronteras de la exclusión y la delincuencia.
Pasos pequeños, mínimos gestos. Una merienda, que puede ser una de las pocas comidas del día; una persona que ayuda a hacer la tarea a un hijo de María, un taller de cocina, o de seguridad vial. María comenta que asistió una vez a un taller de una especialista en estética que vino de Marbella al proyecto Altamar. «Antes no me arreglaba», dice. «Ni me pintaba, ni me vestía bien, ni me arreglaba el pelo». ¿Y ahora? «He aprendido a depilarme las cejas». No se arreglaba porque, si lo hacía, su pareja anterior se enfurecía por los celos. María empezó a normalizar el miedo. Y ni siquiera cuando él estaba fuera, se atrevía a asomarse a la ventana de la calle.
Pasos grandes
Hoy María vive en la Avenida de Barcelona. Desde la Calle La Puente a la Avenida de Barcelona, no se tarda caminando más de 15 minutos. Es un lugar sólo un poco mejor. Pero esa mudanza le ha supuesto muchos años de lucha, una historia de violencia y otra de amor. Muchas vidas para ir de una calle a otra. Y si los precios del alquiler siguen como siguen, y la ayuda al alquiler no se la prorrogan, no podrá pagar este piso en el que ahora viven, un poquito más alejado del barrio. Un largo pasillo y habitaciones más amplias que donde antes vivían.
«Ahora lo vas a conocer», nos dice. Se refiere a Christian. Con él tuvo a sus dos hijos más pequeños. Y también ha sido un segundo padre para Ainoa y para Germán, los dos que María tuvo con su anterior pareja. Christian vino de Nigeria hace 13 años. No ha conocido otro sitio en España que esta Málaga.
Y trabaja ocasionalmente en trabajos manuales. Se conocieron en una boda. Christian transmite tranquilidad. Es un hombre de mirada y gestos suaves. Todavía no habla un español muy fluido, pero entre ellos se entienden.
Ainoa, la hija mayor, no se acuerda bien, pero supo lo que había sufrido su madre una vez que buscaba en una caja una foto de cuando era ella pequeña. En medio de algunos recuerdos, se encontró el papel de una denuncia por malos tratos. Ainoa fue una de las primeras niñas que acudió al proyecto y hoy estudia para salir adelante. Su madre, María también estudió, pero sólo llegó al Graduado Escolar. «Y saqué notas muy buenas», señala. «Pero como era la mayor de mis hermanos tuve que trabajar desde los 14 años». En el camino por el barrio, Ainoa nos va contestando preguntas mientras wasapea con alguien a toda velocidad. Le preguntamos quién es su referente. «Mi madre», dice sin dudar. Le preguntamos qué ha aprendido de su madre. «A no rendirme nunca».

Pero deja que te cuente otra historia de amor. La de Victoria Marín, aunque aquí nadie la llama así. Es la directora de Altamar y gran parte del alma de este proyecto desde que se unió a él en 2005. Dejemos de llamarla Victoria. Ella es «Peque». Así la conocen en el barrio. Y en la familia numerosa de la que proviene, en la que los padres recorrían varios nombres hasta dar con el suyo, y era más fácil nombrarla así.
Parece de Málaga, aunque sólo el acento delata que vino de Madrid, hace 10 años, enamorada de un malagueño con el que ya ha tenido 6 hijos. Peque es pedagoga y desde joven fue voluntaria en proyectos educativos. En Málaga no conocía a nadie y Altamar significó la llave de la ciudad para ella. Hoy no sólo lo dirige, sino que es amiga y compañera de muchas familias que han pasado por aquí durante estos años, como la de María.
En la segunda planta de la Guardería San Pablo, en un edificio de la Fundación Santa María de La Paz, donde funciona Altamar, Peque abre un álbum de fotos que es la memoria visual del proyecto. Un recorrido por las instalaciones y los rostros cambiantes de los niños que hoy han sobrepasado la adolescencia, como Ainoa. Con «el apoyo escolar personalizado el avance de los niños es mucho mayor, y en especial quienes no pueden permitirse clases particulares. Atendemos actualmente a un total de 44 niños entre 5 y 16 años, que pertenecen a unas 25 familias», dice Peque.
Las tardes de Altamar
«Ahí llegan», advierte Peque. Se escucha la algarabía que sube las escaleras y eleva la temperatura todas las tardes de lunes a jueves en esta parte del barrio. Entra Ezequiel, de 10 años, con un cuaderno abierto y una nota dentro de un redondel. Dice 6,5. Pone cara de hacerse el interesante. Se muestra orgulloso de su examen de Lengua.
Las tardes de Altamar son sencillas y en tres tiempos, explica Peque. Lo primero es la merienda, a las 17:30. «Para algunos de estos niños es de las pocas comidas que reciben al día». Alternan fruta, bocadillos y alguna bollería ocasionalmente. Lo segundo, el apoyo escolar, a las 17:45. «Que sea personalizado es la clave», recuerda Peque. Y lo tercero, los talleres, que empiezan a las 18:45. Hoy van a uno de cocina que imparte otra asociación, la Alacena del Corralón, que con la energía de un grupo de 9 mujeres está rescatando la herencia culinaria de Málaga y de estos barrios. Su presidenta se llama Yolanda Batalla. Y su apellido honra su energía. Carita de niña que apenas ha pasado los 30 y pocos, se sabe como nadie las historias del barrio para contarlas a los turistas que aquí vienen, sobre todo en las ferias y semanas culturales.

«Se trata de ir respondiendo a necesidades», explica Peque sobre el resto de ayudas que ofrece el proyecto. «Por ejemplo, tenemos un pequeño almacén de alimentos y productos del hogar para complementar lo que estas familias no pueden obtener en otras organizaciones. Aceite de oliva, por ejemplo, pasta de dientes o detergente. Otras veces, necesitamos un podólogo para los niños, y allá que nos vamos a buscarlo. Buscamos la solidaridad. Y esta, por suerte, es una ciudad solidaria».
Muchas de las familias que se atienden en Altamar tienen uno o varios miembros en prisión o en situación de drogodependencia. Por eso, el proyecto es tan importante para que muchos niños salgan mentalmente de las fronteras de la exclusión y la delincuencia. Por eso, ese pedazo de 6,5 en el examen de Lengua de Ezequiel, hoy significa un 10 para él y para todos los que aquí colaboran.
El barrio de La Trinidad y El Perchel es parte de esa España de hoy en la que, lejos de las noticias principales, ocurre la lucha de miles de personas que se enfrentan a las múltiples formas de violencia impuestas por la exclusión social, que no pueden continuar sus estudios y que no comen los tres tiempos.
Altamar también funciona con lo justo. Su presupuesto anual es tan solo de 37.000 euros, que recibe gracias a aportes como el de Fundación MAPFRE, a través del programa Sé Solidario. Pero si no fuera por los millones de ganas que ponen los voluntarios y monitores, muchos de los más de 100 niños y familias atendidas en estos años, vivirían en un barrio más difícil. Hoy, su gente no tiene fronteras. Aquí el amor no sucumbe. Se reivindica y es capaz de convertir el abandono en un maravilloso patio andaluz. Y esas cosas se hacen por todo lo que el dinero no puede pagar.