Rodin-Giacometti

TEXTO: LEYRE BOZAL CHAMORRO IMÁGENES: FUNDACIÓN MAPFRE

A pesar de estar separadas por más de una generación, las trayectorias creativas de Auguste Rodin (París, 1840-Meudon, 1917) y Alberto Giacometti (Borgonovo, Suiza, 1901-Coira, Suiza, 1966) muestran —junto a disparidades inevitables— significativos paralelismos que se desvelan por primera vez en esta exposición organizada por Fundación MAPFRE, Madrid, con la colaboración de la Fondation Giacometti, París, y el Musée Rodin, París.

Además de que sus respectivas obras comparten aspectos puramente formales como pueden ser el interés en el trabajo de la materia y la acentuación del modelado, la preocupación por el pedestal y el gusto por el fragmento o la deformación, por citar solo algunos, el diálogo que se establece entre ellos va mucho más allá. Rodin es uno de los primeros escultores considerado moderno por su capacidad para reflejar —primero, a través de la expresividad del rostro y el gesto; con el paso de los años, centrándose en lo esencial— conceptos universales como angustia, dolor, inquietud, miedo o ira. Y este es un rasgo fundamental en la creación de Giacometti: sus obras posteriores a la Segunda Guerra Mundial, esas figuras alargadas y frágiles, inmóviles, a las que Jean Genet denominaba «los guardianes de los muertos», expresan, despojándose de lo accesorio, toda la complejidad de la existencia humana.

Rodin fue el maestro indiscutible del siglo xix; prácticamente ningún escultor moderno había podido medirse con él. Sin embargo, durante la época de las vanguardias, muchos fueron los artistas que se alejaron de su senda para inventar un lenguaje más moderno y libre, alejado del suyo, que consideraban en muchos aspectos tradicional. El propio Giacometti, a pesar de admirar a Rodin desde temprana edad dio la espalda durante un tiempo al maestro francés y dirigió su mirada a nuevos escultores, entre los que se encontraban Ossip Zadkine, Jacques Lipchitz o Henri Laurens. Sin embargo, a partir de 1935, la figura humana volvió a ocupar el centro de su trabajo para ir definiendo la estética por la que se le identifica esencialmente, aquella que iría perfilando en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Al buscar un arte que remitiese a lo real sin renunciar a la afirmación personal de un artista moderno, Giacometti rápidamente encontró a Rodin en su camino. La selección de obras, en torno a doscientas, que forma la exposición se plantea como una constante conversación desarrollada entre las piezas de los dos artistas en el espacio, a través de de ocho secciones que se completan con una selección de fotografías. Muestra cómo ambos creadores hallaron, en sus respectivas épocas, modos de aproximarse a la figura que reflejaban una visión nueva, personal pero engarzada en su tiempo: en Rodin, el del mundo anterior a la Gran Guerra; en Giacometti, el de entreguerras y el inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial, marcado por el desencanto y el existencialismo.

Auguste Rodin Monument des Bourgeois de Calais [Monumento a los Burgueses de Calais], Musée Rodin, París Foto: © musée Rodin (photo Christian Baraja)

Grupos

Auguste Rodin fue uno de los primeros escultores en emprender el camino hacia lo real, pues, para él, «la belleza reside únicamente allí donde hay verdad». En 1885, el ayuntamiento de Calais le encargó un monumento para conmemorar la gesta de unos ciudadanos que, en 1347, tras un largo asedio sufrido por la ciudad durante la Guerra de los Cien Años, se ofrecieron como rehenes al rey Eduardo III de Inglaterra. Rodin planteó el monumento como seis figuras independientes que después ensamblaría, tratando de mantener la identidad de cada elemento, aunque sin perder la visión de conjunto. Al romper con la tradición —pues en lugar de presentar un solo personaje esculpió un grupo de seis hombres que avanzan, pero de forma individual, hacia su trágico destino—, la escultura no fue bien recibida y no sería inaugurada hasta 1895, seis años después de que el escultor la diera por terminada.

A finales de la década de 1940, Giacometti se interesa por la cuestión de los grupos escultóricos, debido sin duda a la influencia del Monumento a los Burgueses de Calais. Obras como La Place (Composition avec trois figures et une tête) [La plaza (Composición con tres figuras y una cabeza)] (1889-copia moderna), Quatre femmes sur socle [Cuatro mujeres sobre pedestal] o La Clairière [El claro], las tres de 1950, muestran cómo Giacometti traslada la idea de grupo a lo esencial.

Accidente

El uso creativo del accidente fue una de las mayores contribuciones de Rodin a la escultura moderna, como vemos en Homme au nez cassé [Hombre de la nariz rota], de 1864. Partes de materia fragmentada, sucesos fortuitos en el proceso de modelado, en lugar de ser desechados y asociados al error y el fallo, se recuperan y se incorporan al proceso creativo y a la obra final otorgándole un significado distinto a la escultura.

También es manifiesta la fractura en Tête d’homme [Cabeza de hombre] (c. 1936) de Giacometti o en las hendiduras de los ojos y la «raja» que conforma la boca de Tête de Diego [Cabeza de Diego] (1934- 1941). Como si el escultor suizo hubiera retomado ese aspecto que caracteriza la escultura de Rodin y reflexionara sobre él, alterando su significado o quizá otorgándole un sentido aún más pleno.

Auguste Rodin Homme au nez cassé [Hombre de la nariz rota], 1864 Musée Rodin, París. Foto: © agence photographique du musée Rodin – Jerome Manoukian

Modelado y materia

Tras sus experimentaciones cubistas y su paso por el surrealismo, Giacometti, en su búsqueda de «figuras y cabezas vistas en perspectiva», va destilando cada vez más sus esculturas hasta realizar el tipo de obras por las que llegaría a ser más conocido. Sus características figuras alargadas sustituyen entonces a las piezas anteriores, de gran perfección técnica, y el trabajo de la materia y el modelado se convierten en protagonistas de sus obras. También lo eran para Rodin, que en ocasiones dejaba percibir el barro bajo el bronce, mostrando un modelado enérgico y vital que es, paradójicamente, el responsable de la expresión de la fragilidad humana. Así lo muestran esculturas como Eustache de Saint Pierre (c. 1885-1886) o los distintos ropajes que realiza para la figura de Balzac.

Deformación

La búsqueda de la expresividad en las esculturas que emprende Rodin se caracteriza por el énfasis que introduce en los rostros de sus figuras, que tienden en ocasiones a la caricatura. Modelado y ensamblado conviven con rostros que se deforman en busca del impacto expresivo, como puede verse en Tête de la Muse tragique [Cabeza de la Musa trágica] o en las diferentes versiones que realiza de Le Cri [El grito].

El caso de Giacometti es algo distinto, pues la deformación no nace de esa búsqueda de expresividad, o no solo. Tras la guerra, las esculturas del artista suizo tendieron a ser cada vez más alargadas y estilizadas, a veces de muy pequeño tamaño, pues, tal y como señalaba el propio escultor, ese era el modo en el que realmente veía sus motivos. En 1960 escribía: «Los personajes no son más que movimiento continuo hacia el interior o hacia el exterior. Se rehacen sin parar, no tienen una verdadera consistencia, es su lado transparente. Las cabezas no son ni cubos, ni cilindros, ni esferas, ni triángulos. Son una masa en movimiento, [apariencia], forma cambiante y nunca completamente comprensible». Y es quizá esa incomprensión de la realidad la que genera esculturas como Le Nez [La nariz] o Grande tête mince [Gran cabeza delgada].

Rodin accoudé à une selette à côté du monument à Victor Hugo [Rodin apoyado en un banco junto al monumento a Victor Hugo], c. 1898
Fotografía: Dornac [Pol Marsan / seudónimos de Paul Cardon] Musée Rodin, París. Donación Rodin 1916 Foto: © musée Rodin

Conexiones con el pasado

La relación de Rodin con el arte antiguo se remonta a su aprendizaje en la École Spéciale de Dessin, a sus visitas al Louvre, donde copia a los maestros, y a un viaje por Italia en 1875. En este viaje resulta fundamental su paso por Florencia, donde descubre la escultura de Miguel Ángel, y por Roma, donde contempla la estatuaria antigua. Ello tiene reflejo, por ejemplo, en los distintos torsos de hombre o en las formas de La Méditation sans bras, petit modèle [La Meditación sin brazos, modelo pequeño], que realiza en 1894.

Por su parte, entre 1912 y 1913, Giacometti comenzó a copiar a Durero, Rembrandt y Van Eyck a partir de ilustraciones encontradas en los libros de su padre. Esta actividad se prolongó luego en el Louvre, donde dedicó mucho tiempo a realizar copias, sobre todo de la escultura egipcia. También viajó a Italia, en el Musée de l’Homme en París conoce el arte oceánico, africano y cicládico, e integra todas estas enseñanzas en su obra.

Series

Tanto en Rodin como en Giacometti, el proceso de repetición de un mismo motivo es una práctica habitual. Por un lado, se trata de un modo de penetrar más en el estudio del modelo representado y en su psicología; por otro, la repetición les permite ir transformando la obra, que parecen resistirse a dar por finalizada. En ese proceso, también se transforma el significado de la obra final, que, partiendo de la anécdota, suele acabar respondiendo a aspectos universales de la existencia.

Es quizá esta novedad en el proceso escultórico, la de no dar el trabajo nunca por acabado, uno de los aspectos que más interesan a Giacometti de Rodin. El artista suizo, en 1957, señalaba al respecto: «Ninguna escultura destrona a otra. Una escultura no es un objeto, es una pregunta, una cuestión, una respuesta. No puede ser acabada ni perfecta. El problema no se plantea siquiera. Para Miguel Ángel, con la Pietà Rondanini, su última escultura, todo vuelve a empezar.

Y durante mil años Miguel Ángel habría podido esculpir Piedades sin repetirse, sin volver atrás, sin acabar nunca nada, yendo siempre más lejos. Rodin también».

Pedestal

La integración del pedestal con el motivo escultórico ha sido uno de los grandes problemas de la escultura moderna. Al trabajar en grupos escultóricos con personajes individualizados, como es el caso de los Burgueses de Calais, Rodin se enfrenta a este aspecto y considera las distintas soluciones con el pedestal, lo que le permite establecer una mayor o menor distancia con el espectador. En esa escultura grupal, parece que, en un principio, el artista intentó evitar el emplazamiento de las figuras sobre un pedestal, pues deseaba incorporarlas a las mismas losas del pavimento. Finalmente hubo de situar su obra sobre una peana baja. Pero Rodin, con su intención inicial, ya adelantaba uno de los rasgos fundamentales de la escultura del siglo xx: eliminar la base de los Burgueses equivalía a poner a la misma altura al espectador y a los rehenes que caminan hacia la muerte, es decir, insertar la escultura al mundo real y despojarla de su aura de intangibilidad.

El pedestal, en la obra de Giacometti, no sirve solo como un modo de aislar la figura y generar distancia con el espectador. Una figura pequeña en un pedestal de mucha altura o muy ancho hace que se vea incluso más pequeña cuando se observa desde la distancia. Pero no es este el único motivo para utilizar pedestales de uno u otro tamaño, también lo es generar un diálogo entre base y figura.

Alberto Giacometti Homme qui marche II [Hombre que camina II], 1960 Fondation Giacometti, París
Foto: Fondation Giacometti, París © Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020

El hombre que camina

Varias son las publicaciones sobre el maestro francés en las que Giacometti copia en una página L’Homme qui marche [El hombre que camina], frente a la reproducción de una obra del maestro, como si estuviera reflexionando sobre el motivo para luego plasmar esta idea en su propio trabajo. Las versiones de El hombre que camina realizadas por ambos artistas se cuentan, sin duda, entre las piezas más conocidas de la escultura universal y es evidente que Giacometti parte de Rodin para trabajar sobre este motivo. 

Comparado con el de Rodin, el Hombre que camina de Giacometti parece desgastado y frágil, si bien el del maestro francés muestra una gran expresividad y con ello todo el sentimiento de la fragilidad humana. Pero, más allá de las diferencias, ambos autores abordan con este motivo uno de los aspectos esenciales de la escultura: ¿cómo mantener en pie la materia?, ¿cómo erigirla?; cuestiones que confluyen en una reflexión sobre el ser humano y su capacidad, tanto literal como metafórica, para no caer. En este sentido, la escultura se convierte a su vez en metáfora de la humanidad. Y si el Hombre que camina de Giacometti es aquel que aparece triunfante y se mantiene en pie frente a los acontecimientos de la vida, El hombre que se tambalea es metáfora de la precariedad de la existencia humana: dos caras de la misma moneda, dos preguntas y dos respuestas para futuras generaciones.