La sostenibilidad ha pasado de ser algo de lo que pocos hablaban a ser considerada como un aspecto que abarca desde la movilidad hasta, cómo no, la alimentación. Ahora se habla de las «4S» haciendo referencia a una dieta saludable, segura, sabrosa y sostenible. Sin embargo, se mezclan muchos términos alrededor de la sostenibilidad y lo ecológico. Intentemos desgranar estos conceptos.

TEXTO: ÓSCAR PICAZO IMÁGENES: ISTOCK

Ecológico, sostenible, local o de proximidad, huella hídrica, huella de carbono… son todos términos que han pasado a formar parte de la jerga habitual. Y se aplican a prácticamente todos los aspectos de nuestra vida, ya que, lo queramos o no, la actividad humana tiene un impacto en el medio ambiente. Y no solo desde las grandes industrias, siempre vistas como fuentes de contaminación; ahora se pone el foco en las pequeñas decisiones que, como ciudadanos, tomamos cada día y que suman o restan esos pequeños impactos sobre nuestro entorno.

La alimentación sostenible viene pisando fuerte y cada vez es mayor la conciencia de la población acerca del impacto de nuestras decisiones alimentarias. Movimientos como el veganismo, del que hablábamos recientemente en este espacio, han despertado la conciencia medioambiental alrededor del consumo de alimentos.

Con una población mundial de cerca de 8.000 millones de personas, está muy claro que las elecciones que hagamos van a tener un muy diferente impacto en nuestro planeta. A ello debemos añadir la globalización, la revolución del transporte y la logística. Ahora no nos conformamos con consumir productos de temporada y queremos naranjas en agosto y uvas en abril, como rezaba la canción.

Probablemente, el concepto más popular es el de los alimentos ecológicos o simplemente «Eco». Este sello evoca en el consumidor aspectos como menor impacto ambiental y baja carga de químicos, además de percibirlos como alimentos más saludables. Pero, ¿qué es un alimento ecológico? Por definición, en Europa, es aquel que ha seguido en su producción el Reglamento (CE) 834/2007, y que será sustituido el 1 de enero de 2021 por la entrada en vigor del reglamento (UE) 2018/848 del Parlamento Europeo y del Consejo sobre Producción Ecológica y Etiquetado de los productos ecológicos.

Podría pensarse por tanto que un alimento que ostenta ese sello Eco va a ser más respetuoso con el medio ambiente. Sin embargo, si miramos con detalle la normativa de producción ecológica, ésta se centra esencialmente en la utilización de productos «naturales» para la fertilización del suelo y el control de plagas. Y entrecomillo natural, porque este es otro término que evoca aspectos positivos en el consumidor, frente al uso de «químicos» cuando natural no siempre implica saludable o inocuo, ni químico tiene por qué ser insano o perjudicial.

El sello Eco, por tanto, no contempla aspectos tan importantes para la sostenibilidad como serían la huella hídrica (la cantidad de agua consumida para la producción de ese alimento), la huella de carbono (cantidad generada de dióxido de carbono, gas de efecto invernadero, tanto en su producción como en su transporte), la productividad del cultivo por unidad de superficie (menor en la producción Eco) o el impacto sobre el ecosistema y la diversidad animal o vegetal. Así, nos podemos encontrar en un supermercado europeo con casos aberrantes (como el que el propio autor pudo encontrar) de unas manzanas con sello Eco procedentes de Nueva Zelanda. Está claro que en su producción pudieron seguirse las mejores prácticas de cultivo Eco, pero la huella de carbono generada por su transporte y conservación a más de 15.000 km del destino final hace que se descompensen todos los demás aspectos ecológicos de su producción.

8.000 millones de personas, la población mundial, pueden generar un diferente impacto en el planeta según sus decisiones

Hoy se pone el foco en las pequeñas decisiones que, como ciudadanos, tomamos cada día y que suman o restan esos pequeños impactos sobre nuestro entorno

A todo lo anterior podemos sumar también la preocupación por la ética en la producción de alimentos. Y esto abarca no solo el bienestar animal, puesto en la palestra por las prácticas poco respetuosas —en la producción cárnica especialmente— que en ocasiones se han podido evidenciar. También toca aspectos como el respeto por la economía local, el bienestar social y los derechos laborales en las zonas de producción de los alimentos. Un ejemplo sería el aumento de precio de cultivos como la quinoa, que pasó de ser un alimento básico en la dieta de algunas zonas de Latinoamérica, a estar fuera del alcance de la población local.

Todo por ese afán, lícito en parte, de querer consumir alimentos exóticos, si bien a nivel nutricional no aportan nada que no podamos obtener de las legumbres de toda la vida de los países a los que se exporta la quinoa.

Y en relación a la salud, es necesario mencionar que ese halo de saludable de los productos ecológicos no se corrobora cuando se analizan las propiedades nutricionales de los alimentos. Son mucho más relevantes aspectos como la riqueza del suelo, condiciones de cultivo, variedad, climatología, momento de recolección, conservación y transporte, que si se ha seguido o no la normativa Eco en su producción. Y en cuanto a los restos de pesticidas, se debe señalar que, tanto se trate de productos sintéticos como naturales, la solución para el consumidor es la misma: un lavado adecuado de frutas y verduras previo a su consumo. De paso, nos ahorramos el riesgo de una intoxicación alimentaria por microorganismos que la producción eco no evita.

A vueltas con lo «eco»

¿Qué podemos hacer entonces, con este batiburrillo de términos? Hemos dejado para el final, uno de los más recientes y que cada vez se usa más: «local y de temporada».

Estas cuatro palabras encierran bastante significado detrás: producción local, de proximidad, con lo que se evita el transporte a distancias innecesariamente grandes, y la huella de carbono asociada, además de contribuir a la economía del entorno más cercano. Y de temporada, de forma que nos aseguramos estar consumiendo los alimentos que en cada época del año se encuentran en su momento óptimo de recolección, evitando de nuevo la importación desde el otro hemisferio.

¿Cuál es por tanto la dieta más sana para nosotros y para el planeta? A esta pregunta intentaron contestar los investigadores en un artículo publicado en la prestigiosa revista The Lancet. Y la respuesta se acerca a una de las opciones asociadas al veganismo, más interesante desde el punto de vista nutricional, como es el flexitarianismo: una dieta basada en alimentos vegetales, con el consumo ocasional de pescado especialmente y, en menor medida, de carne. Si además procuramos que esos alimentos sean de producción local y de temporada, reduciremos aun más el impacto ambiental. Pero no pensemos que solo porque nuestra cesta de la compra lleve el sello Eco estamos haciendo un favor al medio ambiente y a nuestra salud.