Fundación MAPFRE expone en su sala de Bárbara de Braganza en Madrid 150 fotografías —más una videoinstalación de nueve pantallas— del fotógrafo irlandés Eamonn Doyle (Dublín, 1969). Al vivir en el centro de la capital irlandesa, Doyle fotografía sus alrededores desde ángulos inesperados, revelando una visión original de la ciudad y sus habitantes. El texto a continuación es una versión reducida de Longitudes de onda de Niall Sweeney, quien también es el comisario de la exposición y director editorial y de diseño del catálogo, donde puede encontrarse el texto completo. La muestra podrá visitarse hasta el 26 de enero de 2020.
TEXTO: NIALL SWEENEY
A finales de 2016, mientras el polvo no acababa de asentarse tras el éxito de la trilogía de libros sobre Dublín (i, ON, End.), y todavía estábamos bajo los efectos de la apasionada respuesta a nuestra exposición de la trilogía en Rencontres d’Arles1 ese mismo verano, Eamonn y yo estábamos sentados en su apartamento justo al lado de la calle Parnell en Dublín hablando de Krass Clement y de su libro Drum de 19962. De cómo este libro de fotografías hechas en una sola noche en un bar de pueblo en el condado de Monaghan fue una especie de juego moderno sobre la granularidad del tiempo. De cómo esta congregación de hombres va llenando el bar, austeramente amueblado, a lo largo de la noche; de cómo la secuencia de posiciones tácitas que ocupan en el local es como si cada uno se hubiera quedado estancado en el proceso de representar la misma secuencia de escenas que ahora protagonizan; de cómo parecen mantenerse a flote en ese estancamiento, esperando a que el ritmo de la respiración del tiempo comience de nuevo; y cómo todo eso podría haber sido preparado en un escenario cerrado.

Cada vez teníamos más claro que había una propuesta en las fotografías que Eamonn había hecho en Dublín que pedía lo que haríamos a continuación. En la trilogía de Eamonn nos movemos por una especie de mundo flotante de Dublín. Vemos a los habitantes de la ciudad maniobrando a través de una serie de obstáculos en inéditas representaciones solistas de una coreografía colectiva inconsciente; vemos a la ciudad aplanándose frente a ellos, pero también convirtiéndose en ellos, o levantándose a su alrededor como escenarios de perspectiva falsa.
Giramos, nos contorsionamos y nos sumergimos en una multiplicidad de puntos de vista dimensionales. Nos quedamos quietos con ellos. Seguimos sus miradas hacia lo que hay más adelante mientras pasan ante nosotros como gigantes. Habitamos los pañuelos que llevan sobre la cabeza, los bolsos, los abrigos y los zapatos que ellos habitan; el hormigón que habitan; los volúmenes de color y las formas que arrastran en la dura luz de Dublín. Aunque hay rostros desgastados y dificultades aparentes, estos no son retratos, ni personajes robados, no hay juicio. Somos ellos, abrazados dentro de la entropía de objetos dispersos, los hilos arrancados, los muchos cortes, las esquinas redondeadas, el tejido desgastado de todo eso, todos nosotros, unidos por las mismas fuerzas que mantienen nuestros pies en la calle, una imagen en nuestra cabeza, y el reloj haciendo tictac.
Lo que emergía del trabajo de Dublín era algo que pedía ser «escenificado», que Eamonn colocara deliberadamente algo, a alguien, quizá una figura, en algún lugar entre dos mundos, en la capa de película que se desliza entre las proposiciones de la verdad y la experiencia.

© Eamonn Doyle, cortesía Michael Hoppen Gallery, Londres
Así que hablamos de qué es la verdad, y de que Eamonn no es realmente un «fotógrafo de calle», con todas las nociones prescriptivas que ese título conlleva y sus conceptos de qué es lo que define un instante decisivo. Ciertamente, Eamonn hace fotografías en las calles de su ciudad y, por supuesto, hay un instante decisivo. Sin embargo, con Eamonn la experiencia es más bien un proceso de «fotografía de campo», siendo este el campo universal de Michael Faraday y su fuerza electromagnética que actúa sobre todas las cosas, lo cual nos ha llevado a concebir la totalidad del universo como una especie de tejido constante de partículas y campos. Y que es a través del movimiento, a través del intercambio de calor entre unos y otros, como adquirimos nuestra sensación del paso del tiempo. Así que lo que vemos en las imágenes de Eamonn es el tejido, el campo, la atracción de las partículas, el silbido estático, el calor. Todo ello se manifiesta en sus imágenes como una acumulación de la relatividad ruidosa que procede de nuestra experiencia cotidiana mientras caminamos por una calle de Dublín.
Eamonn llevaba mucho tiempo hablando del proyecto Atlantean [Atlante] de Bob Quinn3. Las cuatro películas y el libro de Quinn exploran las antiguas conexiones culturales y comerciales entre los marineros irlandeses de la costa oeste de Connemara y los pueblos de la península ibérica y del norte de África. En Atlantean, Quinn revela las estrechas similitudes formales entre la música y el canto tradicional irlandés y los que resuenan a través de las olas del Atlántico hacia el Mediterráneo islámico, en particular los cantos polifónicos atonales de duelo por los muertos conocidos como keening. Quinn descubre que los irlandeses no son los irlandeses que a ellos les gusta pensar, sino algo menos limitador; un ADN que no solo se desarrolla a partir de hordas de guerreros de élite de piel pálida procedentes del norte de Europa, sino que también tiene un origen significativamente árabe.
Estas lejanas líneas de ascendencia parecen estar resurgiendo de nuevo en las calles de los barrios marginales del Dublín contemporáneo de Eamonn, con sus poblaciones en constante evolución y sus florecientes comunidades de todas las nacionalidades que no son exactamente celtas. Pero también están presentes en el propio conocimiento de Eamonn de las músicas del mundo y de la «música folk» de nuestra generación —la música electrónica—, que él mismo ha estado haciendo, produciendo y distribuyendo a través de su estudio y su sello discográfico, D1 Recordings, durante más de veinticinco años.

A su vez, la música está ligada al tejido de la obra fotográfica de Eamonn, de manera bastante literal como una cuarta dimensión de la misma, que se refleja en las actuales colaboraciones con el músico David Donohoe, cuyas composiciones se han convertido en parte integral de su obra y de su difusión.
El cartógrafo y artista Tim Robinson había publicado una serie de libros que profundizaban en las geografías psicohistóricas del paisaje del lejano oeste irlandés, utilizando el acto de caminar como medio para hacer una cartografía profunda, del mismo modo que Eamonn recorría las calles de Dublín haciendo fotografías, siguiendo los hilos. Mientras hablábamos del Atlantean de Quinn, Eamonn tenía en mente los libros de la trilogía de Connemara de Robinson4, y añadía capas adicionales a ese anhelo emergente de dirigirse hacia el oeste: cómo Robinson desenredaba el espaciotiempo geológico de esta región del país, conectando el suelo con la gente que lo habita y proyectándose a continuación hacia el cosmos, cerrando así el círculo del todo. Así que hablamos de él fotografiando en los paisajes del oeste de Irlanda, quizás poniendo en marcha algún tipo de intervención silenciosa y escenificada, algo parecido al teatro, y quizá utilizando a los lugareños como si fueran actores.
Y luego, por supuesto, estaba la propia tierra, Connemara, un lugar que pesa contra el Atlántico con un lastre de historia. La preocupación era que todo quedara en una versión paisajística occidental del trabajo de Dublín. Definitivamente, había algo acechando en las aguas profundas, pero ¿qué? En la primavera de 2017 murió Kathryn, la madre de Eamonn. El hermano de este, Ciarán, había muerto repentinamente en 1999 a la edad de treinta y tres años y su madre nunca había logrado librarse de un dolor que lo consumía todo, desencadenado por esa inversión en el orden natural de las cosas. Durante dieciocho años, desde la muerte de Ciarán hasta la suya propia, Kathryn había escrito muchas cartas dirigidas a su hijo muerto, hablándole directamente. Eamonn comenzó a superponer imágenes de esas cartas como mapas geológicos estratificados o composiciones fonéticas para el duelo.

Moore Street, 2015
© Eamonn Doyle, cortesía Michael Hoppen Gallery, Londres
Más tarde ese verano, Eamonn se encontró en una playa de Connemara, en medio de las ubicaciones estratificadas tanto del Atlantean de Quinn como de The Last Pool of Darkness de Robinson. Había bajado con un amigo cuya familia tenía una casita de campo allí y cuya madre conocía a un vendedor de pescado que se lo compraba directamente a los pescadores locales; así que Eamonn pensó que ese podría ser un buen comienzo para poder hablar con la gente. Eamonn pasó la mañana en la playa fotografiando las rocas y la arena húmeda.
La arena se parece a la tela esculpida de las estatuas de los mausoleos, las piedras desgastadas medio enterradas en la playa parecen cuerpos desconocidos que emergen lentamente de la materia oscura del espacio.
Eamonn quedó con el vendedor de pescado en Renvyle House, famoso por ser el lugar donde el poeta W. B. Yeats se reunía con su camarilla para celebrar sesiones de espiritismo y escritura automática.
Estaba de pie en el aparcamiento exterior —en el oeste la luz a veces golpea incluso con más fuerza que en Dublín puesto que llega sin oposición de fronteras terrestres o marítimas— cuando una mujer con un largo vestido negro pasó corriendo por delante de él y entró en la casa. Resultó que el hombre con el que había quedado iba a representar una obra de teatro en la casa esa noche en una pequeña habitación del piso de arriba. Así que Eamonn se sentó allí con el escaso público al fondo de la sala y comenzó a sentir que se estaba deslizando hacia una zona de surrealismo para la que no estaba del todo preparado.
La obra iba sobre Yeats y sus siete musas. El tratante de pescado hacía de narrador mientras la mujer del vestido negro interpretaba a cada una de las siete musas, identificadas únicamente mediante un pañuelo de distintos colores.
A la mañana siguiente, Eamonn condujo durante ocho horas hasta la cantera de pizarra de la isla de Valentia, que cuelga de la punta de una de las largas lenguas de tierra que retan a las aguas del suroeste.
K–13 (serie irlandesa), 2018
© Eamonn Doyle, cortesía Michael Hoppen Gallery, LondresK–01 (serie irlandesa), 2018
© Eamonn Doyle, cortesía Michael Hoppen Gallery, Londres
Habíamos estado trabajando en un complejo diseño para la lápida de su madre, y la pizarra de Valentia es mundialmente conocida por sus cualidades únicas, por su corte y por su resistencia a las condiciones climatológicas. Eamonn llegó a la cantera entrada la noche. Por encima de su enorme entrada al inframundo, mirando hacia el Atlántico, se alza la estatua de una mujer —una figura materna universal— con un velo pintado de color azul pálido que recorre todo su cuerpo, enfrentándose al aire salino. Eamonn se pasó toda la noche vagando por entre las tumbas locales, estudiando la variedad de diseños y formas y la tipografía de las lápidas.
Mientras conducía de vuelta a su casa en Dublín al día siguiente, a través de las llanuras centrales de Irlanda, Eamonn seguía viendo una figura, un cuerpo, totalmente envuelto en un velo rojo, avanzando por delante de él.