La organización Bottom Line cuenta con el apoyo de Fundación MAPFRE en Estados Unidos para que jóvenes con escasos recursos y sin tradición universitaria familiar puedan acceder a una formación superior y a mejores oportunidades en su vida laboral.

TEXTO: LAURA SÁNCHEZ IMÁGENES: FUNDACIÓN MAPFRE

Los estudios universitarios en Estados Unidos son prácticamente imprescindibles para poder optar a conseguir un empleo bien remunerado. Muchas familias se sacrifican y ahorran desde el mismo momento en el que nacen sus hijos para que puedan acceder a ese nivel educativo o, incluso, en el caso de tener varios hijos, se ven obligadas a elegir cuál de ellos pisará un campus universitario. Un dato relevador: en 2019, 45 millones de estadounidenses acumulaban una deuda en créditos estudiantiles cercana a 1,6 billones de dólares. Se espera que en 2023, el porcentaje de las personas que no podrán seguir pagando esa deuda llegue hasta el 40 %.

Robert Putnan, profesor de la Universidad de Harvard y exasesor de tres presidentes (Clinton, Bush y Obama) afirma que ese sueño universitario norteamericano murió hace mucho tiempo y que actualmente está fuera del alcance de cada vez más familias «por el aumento creciente de la desigualdad social tras décadas de deterioro en la calidad de los empleos y en los salarios».

Pero, si esta aspiración formativa ha pasado de ser una quimera para la clase media norteamericana, ¿qué ocurre con las oportunidades de los que nunca lo tuvieron fácil para acceder a estos estudios? La organización Bottom Line, a la que Fundación MAPFRE apoya desde 2014, lleva más de 20 años trabajando para romper esta brecha.

Sus responsables saben bien que dentro del corazón y de la mente de cada estudiante hay un camino lleno de ilusión y de potencial, pero que también está plagado de barreras. Una investigación realizada por la organización EdBuild señalaba, por ejemplo, que los estudiantes que proceden de distritos escolares predominantemente no blancos reciben una media de 23.000 millones de dólares menos en financiación escolar que los que proceden de distritos escolares predominantemente blancos. Por supuesto, esto es algo que repercute en la igualdad de oportunidades disponibles.

Bottom Line nació en 1997 y desde entonces ha ayudado a más 4.100 estudiantes a graduarse en la universidad en un plazo de seis años o incluso menos. Son estudiantes universitarios de primera generación, es decir, proceden de familias en las que sus padres no cuentan con ningún título universitario. Estos jóvenes proceden de entornos con bajos ingresos.

Ginette Saimprevil, directora ejecutiva de Bottom Line Massachusetts.
Ginette Saimprevil, directora ejecutiva de Bottom Line Massachusetts.

«Nuestros estudiantes, aunque son inquebrantables en su motivación y ambición, se enfrentan a innumerables obstáculos en su camino hacia el éxito universitario y profesional: falta de capital social y económico, inseguridad en la vivienda y la alimentación, tensión entre las obligaciones familiares y las escolares, pérdida de salarios y problemas de ansiedad y una escasa red de contactos personales», explica Ginette Saimprevil, directora ejecutiva de Bottom Line Massachusetts.

El 97 % de los estudiantes a los que atiende Bottom Line son personas de color (37 % negros, 26 % hispanos y 26 % asiáticos); el 66 % son mujeres; y muchos son inmigrantes de primera o segunda generación en Estados Unidos. Casi todos ellos tienen experiencias vitales profundamente marcadas por la pobreza intergeneracional en Estados Unidos o por las luchas a las que suelen enfrentarse los inmigrantes recién llegados a aquel país. Para ellos, el sueño universitario es una cuestión de supervivencia: tal y como revela una investigación del Centro de Formación y Recursos Humanos de Georgetown, las personas que obtienen un título universitario ganarán un millón de dólares más a lo largo de su vida que las que no tienen. En otro estudio, Pew Charitable Trust concluía que los estudiantes de bajos ingresos que obtienen un título universitario tienen cinco veces más probabilidades que sus compañeros de progresar económicamente.

La clave en el enfoque de Bottom Line es proporcionar a cada estudiante un asesor dedicado y capacitado que le ayude a desarrollar su camino único hacia la universidad. Estas relaciones con los estudiantes se construyen con especial mimo desde que estos comienzan su tercer o último año en la escuela secundaria. «Establecemos conexiones. Escuchamos. Lo que aprendemos nos permite aplicar nuestros conocimientos, experiencia y metodologías únicas para apoyarlos. Poseemos una reserva inigualable de datos que informan sobre las universidades en las que un estudiante prosperará académicamente, sabemos identificar aquellas en las que encajarán bien a nivel social, académico y financiero a largo plazo (nos basamos en la adecuación a sus intereses, la coincidencia con su capacidad académica y la asequibilidad).

También les ayudamos con los procesos de solicitud de plaza y de ayuda financiera. El objetivo es que estudiantes y asesores, de forma conjunta, tomen decisiones que afectarán al futuro de cada joven de forma positiva e informada».

Sarah Kac es consultora de Desarrollo de Talento y Organización en Fundación MAPFRE y afirma que tener la oportunidad de trabajar con los estudiantes de Bottom Line es algo más que una oportunidad de voluntariado o de aportar a la comunidad, es realmente ser capaz de ayudar a formar el futuro de otra persona. «Personalmente, para mí son una inspiración. Cada uno de estos estudiantes posee un empuje y un deseo extraordinarios. A través de esta iniciativa no solo se me brinda la oportunidad de ayudarles a determinar sus objetivos a corto y largo plazo, sus aspiraciones profesionales y a prepararlos para la transición al mercado de trabajo sino que me hacen querer hacer más, dar más».

Cuando querer sí es poder

Además de poner su conocimiento y experiencia al servicio de los estudiantes, los empleados de Fundación MAPFRE apoyan a estos jóvenes organizando eventos de empoderamiento, galas anuales y con pequeños gestos como enviar cartas y postales personalizadas a los alumnos con los que han contactado para animarlos en sus estudios e interesarse por la evolución de los mismos. «Nos convertimos en mentores —explica Alfredo Castelo, CEO del Área Regional NORTEAMÉRICA hasta el 31 de diciembre de 2020—. Y esta relación no acaba cuando los estudiantes consiguen graduarse. En lo personal, se establecen lazos y conexiones tan potentes, que, en muchas ocasiones, la comunicación continúa más allá de la etapa universitaria. Y en otras ocasiones, la relación personal también trasciende a lo profesional: contamos con una bolsa de empleo a la que estos estudiantes también pueden acceder. Ya hay jóvenes graduados que están trabajando con nosotros: no podemos dejar escapar su increíble talento y afán de superación».

En otros casos, son los propios beneficiarios de Bottom Line los que terminan trabajando para la propia organización. Es el caso de Ginette Saimprevil, directora ejecutiva de Bottom Line Massachusetts. «Emigré a Estados Unidos con mi familia desde Haití cuando solo tenía 10 años. Contacté con Bottom Line cuando estaba en el instituto. Yo quería solicitar una plaza universitaria, pero todo el proceso, los trámites… era como otro idioma para mí. En Bottom Line me ayudaron a entenderlo. Sin embargo, incluso con la preparación y el apoyo de Bottom Line, el choque cultural de asistir a Bowdoin College, una universidad privada, fue impactante para mí. Recuerdo que ya desde el primer día de clase quería pedir el traslado a otra universidad. Pero gracias a mi asesor de Bottom Line que me persuadió y animó a seguir adelante, perseveré y al final obtuve mi licenciatura. Por estas razones, hace más de 14 años elegí trabajar en Bottom Line para ayudar a otros mismos universitarios a conseguir sus titulaciones, tal y como hice yo».